domingo, 25 de enero de 2009

LA GRAN TRAVESURA


Prestad atención y asombraros porque me dispongo a narraros una de mis más sonadas travesuras que pudo terminar en tragedia a poco que la Divina Providencia nos hubiera abandonado.
Con David, el hijo de Caridad y nieto de doña Amalia, propietaria de la fonda “La Gloria del Valle” y Nemesio, el de Quintana, nos escapamos (en casa no nos hubieran dejado) a la “Fuente Marfil” con la malhadada intención de subir, como fuera, a todo lo alto del gran peñasco que forman el impresionante roquedal del cañón de “Los Hocinos”, donde habíamos visto volar a los buitres y presumíamos habría más de un nido en las cuevas que formaba los huecos de las peñas. Sin entrenamiento ni preparación alguna y sin instrumentos de ninguna clase emprendimos la ascensión cuajada de dificultades. Los buitres, entonces, no era especie protegida y, por el contrario, se premiaba al que diera muerte a algún ejemplar. Comprendimos que no podríamos subir uno detrás de otro pues los desprendimientos que provocáramos podrían herirnos, así que iniciamos el ascenso por tres distintos sitios.
Habíamos visto desde abajo lo que parecía una cueva donde muy bien podría estar lo que buscábamos y lo señalamos enseguida como nuestro castillo a conquistar. He vuelto ya dos o tres veces de bien adulto al lugar de los hechos y no puedo comprender cómo pudimos realizar esta hazaña propia de escaladores experimentados, cuando nosotros no éramos más que unos traviesos muchachos de apenas diez años de edad. Como habíamos previsto, la escalada estaba llena de dificultades, en algunos lugares en la más absoluta verticalidad, tal que, en algunos momentos, me pasó por la mente abandonar, cosa que debió ocurrírseles, también, a mis compañeros, pero ¿dónde estaba la valentía de que hacíamos gala?, así que seguimos adelante y después de más de una hora transcurrida desde el comienzo de la escalada, y de haber puesto en peligro nuestras vidas, llegamos a la vista de la cueva donde, al asomarnos, vimos que, efectivamente, allí, en el fondo, había una gran camada compuesta de toda clase de desperdicios arbóreos en la que retozaban tres enormes polluelos de buitre leonado que al vernos se revolucionaron, de tal modo, que parecían dispuestos a vender caras sus vidas.
Durante la escalada habíamos visto pasar y repasar en vuelo rasante a los buitres que, como comprendimos después, eran sus padres que pretendían proteger a sus crías contra los intrusos, que éramos nosotros, y hasta llegaron a realizar amagos de ataque en picado, con lo que comprometía nuestra empresa más de lo que ya lo estaba. Los polluelos ya no eran tales sino que revestidos con todos sus atributos de adultos parecían dispuestos a emprender su primer vuelo. Como nuestra presencia no desaparecía sino que se hacía, para los polluelos, más y más evidente, el estruendo de sus lamentos y aleteos se hacía ensordecedor; si a esto añadimos los desgarradores graznidos de sus padres desde fuera y nuestros esfuerzos por apodarnos de uno de ellos, tendremos el cuadro del momento culminante de nuestra aventura. Para justificar la crueldad de la escena que sigue, tengo que decir que a mis diez años no tenía muy bien aprendida la asignatura del cariño a los animales y el debido respeto a las criaturas de Dios, y lo mismo debía pasarles a mis compañeros de aventura.
Nos habíamos provisto de sendos palos y mientras uno defendía la entrada del ataque de los padres, los otros dos atacamos al que, de los tres, nos pareció más débil, y conseguimos abatirle. No seríamos creídos por nadie en el pueblo, y mucho menos por los otros chicos de la escuela, si no presentábamos pruebas de nuestra hazaña, así que se imponía cargar, como fuera, con nuestro trofeo y emprender el arriesgado descenso. Las penalidades que sufrimos en la escalada se veían ahora aumentadas con la dificultad del volumen y peso del pajarraco; (resultó pesar cinco kilos y medio y medir metro y medio de envergadura); pese a todo, conseguimos coronar la hazaña con algunos rasguños y magulladuras, amén de algún que otro picotazo de los animalitos en su justa y propia defensa. Durante todo el tiempo que duró la escalada y el descenso estuvieron revoloteando y planeando en nuestro derredor los buitres padres en actitud amenazadora, indignados por lo que pretendíamos hacer y admirados por el esfuerzo que estábamos llevando a cabo para realizarlo.
Una vez en tierra firme conseguimos atar a un palo los extremos de las alas del ave y así se ponía de manifiesto su gran magnitud. Emprendimos la marcha triunfal hacia el pueblo, convencidos de que seríamos recibidos en loor de multitudes y premiados cual se merecía nuestra gesta. Abría la marcha David y le seguíamos Nemesio y yo, cargados los dos extremos del palo en el hombro de cada uno de nosotros. Las pruebas que pretendíamos presentar de nuestra hazaña, no resultaron tales, pues enseguida se nos acusó de mentirosos: el buitre lo habríamos encontrado muerto en algún paraje de “Los hocinos”. En casa fuimos castigados severamente por tan prolongada ausencia.
Don Hipólito nos pidió explicaciones y tampoco se creyó nada de nuestras pretendidas habilidades. Posteriormente se siguieron otras consecuencias aún más graves..
Nuestros compañeros de la escuela se reían de nosotros pero por si había sido cierto, los hermanos Peña, Eugenio y Restituto, hijos del Sr. Gonzalo, un transportista del “Barrio Pequeño”, a hurtadillas y con el mayor sigilo nos pidieron más explicaciones y, en la primera ocasión, intentaron la escalada. Eugenio, el mayor, se cayó desde considerable altura y quedó tendido en el suelo gravemente herido; su hermano Restituto se había quedado en tierra y, angustiado daba voces de auxilio con toda la fuerza de sus pulmones, pero nadie oía sus desgarradores lamentos..
Dejando a su hermano tendido inconsciente en el suelo emprendió veloz carrera hasta la fábrica y no tardó en encontrar al cartero que, en aquel momento, llegaba a la puerta de su casa, que era la primera del barrio de “La Fábrica”. Se pusieron en movimiento todos los vecinos y mientras unos iban en busca de su padre, los demás siguieron al chico a toda prisa y encontraron al herido ya despierto de su letargo y quejándose lastimeramente.
Cargaron con él de la mejor manera que supieron y antes de llegar a la”Peña del Aire” toparon con su padre que ya venía con la camioneta. También el médico había sido avisado y les esperaba en “El Parador”. Diagnosticó que había más de una rotura ósea y que tenía que ser intervenido lo antes posible. Le hizo la primera cura y su padre le llevó a Burgos en la camioneta. Desde el accidente hasta que pudo ocupar un puesto en el quirófano habían pasado más de diez horas y entre eso y la rudimentaria posición en la que fue trasladado fueron causa de que los huesos lastimados no recuperaran su posición correcta y le quedó un brazo impedido para su uso normal.

Bloggero Invitado: Avi.

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